Stephen A. Erickson
Pomona College
sperickson@aol.com
Resumen. El ensayo revisa cómo las transformaciones difieren de
las transiciones y si ellas son, casi de modo exclusivo, la consecuencia de
conflictos subyacentes, o si de manera más fundamental son el resultado de los
encuentros con diversos vacíos. G. W. F. Hegel, y muchos después de él, fijaron
su atención en los conflictos. Martin Heidegger, y otros recientemente, habitaron en los vacíos. Explorando este último
camino evalúo si una época histórica, particularmente la nuestra, podría
interpretarse en sí misma como menesterosa por encontrarse vacía de algún modo, carente
de algo y, por consiguiente, sometida a la ausencia. Surge la pregunta de qué
podría estar faltando, especialmente si es algo
que no es visible y ni siquiera material, como algunos afirman. La
ausencia implica una presencia fallida, y traer a la vida en formas concretas y específicas dichas
nociones abstractas sigue siendo un reto. Suponiendo que la nuestra es una
época menesterosa, parece que los individuos que viven en dicha época son
especialmente difíciles de comprender, y aún más de diagnosticar y de ayudar. Que
los síntomas revelan su predicamento y en qué umbral se encuentran los individuos,
se abordan articulando la noción de "umbral" como un medio para
entender la nuestra como una transformación en su etapa temprana. Propongo que
nos estamos moviendo hacia una forma más comunicable de existencia espiritual;
llamo a este movimiento "umbralización".
Palabras
clave: Jaspers, Karl; ausencia; umbralización; transformación; transición; vacíos.
Agradecemos al autor, Stephen A. Erickson, y al presidente de KJSNA y editor en jefe de la revista Existenz, Helmut Wautischer, su apoyo para publicar en este sitio la presente versión al español realizada por Gladys L. Portuondo del original en inglés, según ha sido publicado en: Stephen A. Erickson, "Reflections on Transformation," en: Existenz. An International Journal in Philosophy, Religion, Politics, and the Arts, Volume 10, No 2, Fall 2015, en:
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"Transformación" es una palabra que embriaga y
su referente es un evento en cierto modo poco claro. Sabemos, o pensamos que
sabemos, que las transformaciones ocurren. De esto aparentemente existen pocas
dudas. Sin embargo, existe una controversia considerable acerca de cómo y por
qué tienen lugar.
Karl Jaspers, em su Sócrates,
Buda, Confucio, Jesús: los individuos paradigmáticos, comenta que una realidad viviente referente al
mundo violentó el comienzo de una gran transformación humana, y que tuvo que
ocurrir alguna transformación para entender mejor esta realidad viviente[1].
Jaspers afirma que la transformación exigida por Sócrates, por ejemplo, era una
transformación en el pensamiento, mientras que Buda reclamó una forma de vida
meditativa. Confucio atribuía la transformación requerida al proceso de
educación, y Jesús clamó por una devoción a la voluntad de Dios que era dictada
aún más allá de este mundo. Podría añadir a la lista de Jaspers de las
experiencias de transformación que, en contraste con el cristianismo, el Islam
veía la transformación en tanto descansa en el poder del individuo. El Corán
asegura que Dios no transforma lo que se encuentra en las personas hasta que
ellas no cambian primero lo que se encuentra en ellas mismas (Corán 13:11/12).
Esto parecería ser el reverso de la doctrina calvinista del ordo salutis, donde Dios, a través del
Espíritu Santo, toma la iniciativa de cambiar nuestros corazones.
Respecto a la transformación, también es cierto que algo se
conserva en gran medida en sí mismo, aunque no obstante se vuelve
sustancialmente diferente de lo que era antes. Esta diferencia no es marginal.
No está en alguna periferia fácilmente identificable, como cuando se descubre que una cerca marrón ha sido pintada de blanco
durante la noche. Por el contrario, cuando la transformación ocurre, se cree
que ha tenido lugar algo bien esencial e integral en que lo que resulta
transformado. Aquello que ha sido transformado cambia fundamentalmente de algún
modo. aunque sigue siendo también identificable como siendo básicamente la
misma identidad que había antes. Nuestra cerca, por ejemplo, no sería blanca en
vez de marrón, sino que su esencia interna
habría cambiado. No estaría ya hecha de plástico, por ejemplo, sería ahora de
madera; pero todavía se vería marrón como antes.
Esto es verdaderamente desconcertante, tanto así que
existen fuertes tendencias en las ciencias que niegan la existencia de toda
transformación genuina. Las transformaciones tienden demasiado a ser vistas
desde la perspectiva científica como mitos, viz.,
como estaciones a medio camino entre diversas prisiones de ignorancia y
diversos cielos de liberación, seguros en virtud del conocimiento. Ellas se interpretan así como (meras)
transiciones, como modificaciones extremadamente sutiles aunque cuantificables
(en algo y de algo) que todavía no se entienden completamente, pero que, no
obstante, serán entendidas finalmente del todo. Se cree que el conocimiento
alcanzará las supuestas transformaciones y entonces las traducirá, una a una,
en aquellas transiciones complejas, pero completmente comprensibles que ellas
son en realidad. Podríamos llamar a esta pretensión uno de los permanentes
sueños de la razón. Jaspers comenta en su capítulo "Ciencia y Tecnología" en "Origen y Meta de la Historia" que
una actitud científica prevaleciente en el mundo moderno consiste en
cuestionar, investigar, someter a prueba y reflexionar acerca de todo lo que
encuentra desde el punto de vista de la razón que lo incluye todo[2].
Observemos que las transformaciones se atribuyen
típicamente sólo a los seres humanos. Estamos cansados de atribuírselas a otras
regiones de la realidad. Sin embargo, lo que nos dice esto es que las
discusiones acerca de las transformaciones
encuentran su campo de batalla primario, si no exclusivo, en el ámbito
de lo humano. Hablar de transformación casi siemprte es participar en la
contienda sobre nuestra naturaleza humana.
Como ya se ha inferido, tendemos a considerar las
transiciones como muy diferentes de las transformaciones. Las transiciones se
interpretan típicamente como graduales y en gran parte continuas en la
naturaleza. La noción de Aristóteles de las causas eficiente y final que
trabajan en y a través de la materia es un modelo altamente útil para
interpretar las transiciones. Con pocas excepciones, el modelo se ajusta notablemente
bien al mundo natural. Este es el mundo de las bellotas que se convierten en
robles y después, aunque problemáticamente, de procesos evolutivos. De las
transformaciones, sin embargo, tendemos a pensar como primariamente abruptas
y discontinuas, es decir, discretas y,
con frecuencia, dramáticas. Ellas se interpretan típicamente como rápidas en su
inicio y ocurrencia, más bien que lentas y graduales en su desenvolvimiento. Si
las transiciones involucran movimientos hacia la maduración, las
transformaciones sugieren reorientaciones o, en términos religiosos, conversiones o redenciones. Esto es para
sugerir nuevamente que nos sentimos más en casa pensando sobre las transformaciones que encuentran su lugar
primario, sino exclusivo, en los humanos. Si Aristóteles nos ayuda grandemente
con las transiciones, es probablemente el Hegel temprano quien nos proporciona
una primera entrada y un acceso sostenible a las transformaciones.
A causa de Hegel, respecto a lo cual los filósofos de
orientación continental están mayormente familiarizados, las transformaciones
en la historia humana se orientan a través de fallas de integración. Lo que se
interpreta como rasgos de algún modo flexibles, aunque también establecidos, de
un momento histórico o una situación humana, coexisten y se interrelacionan,
pero no armonizan entre sí. Más de las veces estas mismas característricas se
encuentran en estado de conflicto, manifiesto o larvado, entre sí. Dichos
conflictos, nos dice Hegel, son los que mejor se revelan y los más productivos
en resultados, paradójicamente, si las vidas humanas de una época particular se
viven de modo ferviente, serio e incluso apasionadamente. Es decir,
enérgicamente, respecto a los valores y concepciones prevalecientes de esa
época o situación. Ha de notarse especialmente que lo que impulsa también a
estas situaciones potencialmente transformadoras es una meta subyacente incrustada en ellas. Esta meta o
metapropósito proporciona el componente más eficaz de su dinamismo, y casi
siempre puede malinterpretarse o tergiversarse
no sólo al inicio, sino mucho tiempo después. Lo mismo si es conocido que
desconocido, este propósito impulsa el proceso transformador. De hecho, sin
éste, un proceso transformador -especialmente, y con frecuencia, uno social o
políticamente revolucionario- resulta improbable. Para que dicho proceso se
haga probable se asume y se proyecta un mundo integrado en, para y como, un
futuro en espera. Frecuentemente dolorosa e incluso destructiva, la resolución
de los conflictos en el mundo actual es impulsada ampliamente por dichas
visiones, y traducida entonces a objetivos prácticos.
De modo deliberado del todo he evitado las usuales
etiquetas hegelianas para lo que sólo he estado esquematizando. Estas etiquetas
nos desvían a menudo hacia un falso sentido de seguridad respecto a algunas
partes de lo que Hegel tiene en mente. Estamos tentados a admirar la
extraordinaria ingenuidad lógico-dialéctica al precio de pasar por alto la agonía casi igualmente extraordinaria y el trastorno
del campo de batalla de todo en el mundo real de la vida humana. Más allá de
esto, a menudo estas etiquetas sirven, sin querer, para moderar nuestro aprecio
del dinamismo de la descripción de Hegel, que resulta mucho más audaz en sus
primeras obras que en las últimas.
Pero, ¿si no puede encontarse alguna meta o compromiso
activo en la circunstancia histórica presente? ¿Que sucede entonces con el
conflicto modelo que he descrito tan brevemente? Nótese que el propio Hegel
había anticipado dicha situación como inevitable. Si, como creía Hegel, la
Historia había alcanzado o alcanzaría su consumación en su época, entonces las
opciones disponibles en el futuro posterior al siglo XIX de algún modo serían
poco prometedoras. Mencionemos sólo unas pocas: (1) la educación y reforma de
pueblos supuestamente menos avanzados,
un proyecto esencialmente inspirado en la ilustración; (2) de modo más general,
numerosos proyectos reformistas y de mejoramiento puestos al servicio de la
reparación de elementos social o personalmente estructurales en condiciones de
deterioro, y (3) el nihilismo, interpretado como la destrucción del estado de
cosas actual, en nombre de la propia destrucción o al servicio de un supuesto
ideal hasta ahora suprimido desde lo constructivo, lo positivo y lo plausible
como para ser del todo rechazado por la abrumadora mayoría de las personas
decentes y sensibles. Esta clase de nihilismo es la que vemos hoy en
crecimiento en porciones del Oriente Medio y donde quiera.
Lo anterior es lo que creo que ha sucedido con el
conflicto modelo en nuestro tiempo. Esto significa decir que muchas de las
características destacadas de sus resultados se clasifican ampliamente en las
tres alternativas ya mencionadas.
Sin embargo, hay otra disposición y otra orientación. Me
voy a referir a esto como el modelo "vacío". Este se encuentra en
oposición significativa a la descripción del conflicto. Como con la mayoría de
las posturas generales, la orientación del vacío tiene numerosas variantes, a
menudo ellas mismas en significativa contienda entre sí. Hay al menos dos
ejemplos prominentes, históricamente fundados, que podemos trazar desde la
filosofía continental. En Friedrich Nietzsche, la proclamación de la muerte de
Dios está destinada a abrir y hacer accesible un espacio cerrado, en gran parte
hueco y vacío, que proporcionará entonces oportunidades en su novedosa apertura
en auge para los engendramientos de valor libres y creativos. Por medio del
contraste, en Martin Heidegger la obsesión relativa con la ausencia, la
"Nada" y los "claros", está destinada a ceder el paso y
abrir camino a una nueva dispensa más luminosa y trascendente, que es
exclusiva y discerniblemente humana.
En nuestras circunstancias actuales, la condición humana
de las últimas décadas post-nietzscheanas es una en la que todavía abundan
diversos conflictos. La historia humana siempre ha estado repleta de ellos, y
es casi imposible no ver los conflictos como lo constitutivo respecto a la
propia condición humana. No deseo negar esto. Sin embargo, con el debido
reconocimiento y la admisión de los pensadores existenciales del siglo veinte,
siendo Karl Jaspers no el menos importante, esos conflictos podrían
caracterizarse principalmente en todo caso como políticos y económicos por su
naturaleza. Esto puede ser una función de la secularización creciente del mundo
intelectual tecnológicamente orientado. Lo que una vez fueron las controversias
en gran parte religiosas, vino a ser analizado y confrontado en términos
políticos. A su vez, estas batallas políticas, como sabemos bien,
consecuentemente encontraron aliados en el ámbito de la economía. Pero
gradualmente, de modo incansable y entonces con rapidez, la política y muchos de sus múltiples
resultados se convirtieron en guerras acerca de ideologías económicas. Dicho
brevemente, se convirtieron en guerras económicas, teóricas y prácticas.
Una digresión en la genealogía de la filosofía
continental ayudará a fundamentar el modelo del vacío incluso más allá de la
tradición filosófica. Este modelo no podía ser confinado razonablemente a
algunos de los aspectos más recientes de la tradición psicoanalítica, ahora en
retroceso, aunque puede haber sido más visible en ella. En lo que sigue haré
una descripción en trazos de algún modo expresionistas. Un enfoque detallado
sería más revelador, pero constituiría
en sí mismo un libro.
Sabemos que Kant distingue la receptividad de la espontaneidad.
Cada una de estos caminos es un origen del conocimiento. La principal atención
de Kant, por supuesto, se dirigió a la razón, no a la sensibilidad. En sus
Antinomias se propone demostrar cómo la razón puede llegar a estar en
desacuerdo consigo misma -dicho
brevemente, puede llegar a un conflicto interno. En las manos
dialécticas de Hegel, dicho conflicto se hace tanto histórico, como dinámico.
Nos sumergimos en el ámbito del sólido conflicto racional a través del tiempo,
pero no obstante conflicto al fin.
¿Qué pasa si volvemos a Inmanuel Kant y tomamos la vena
de receptividad en su pensamiento? Unas cuantas pistas significativas emergen
de esta clase de reflexión. Una de las formas puras de la sensibilidad, i. e.,
de la receptividad, es el espacio. Kant nos dice que aunque podemos pensar el
espacio sin objetos, no podemos pensar los objetos sin espacio. (Por supuesto,
hay una excepción a esto que involucra la conciencia del tiempo interno, pero
esto no nos concierne necesariamente aquí).
Kant tiene una epistemología vinculada a los sentidos.
Aquello con lo que estamos equipados para encontrar y construir está mediado a
través de nuestros sentidos. De esta forma Kant se asemeja de hecho a David
Hume y a esa tradición empirista que le había resultado ajena inicialmente.
¿Qué pasa si nos abrimos, sin embargo, a la posibilidad
de que nuestra receptividad sea capaz, adicionalmente, de encontrar un mundo de
significado? Con seguridad, la mayor parte, si no la totalidad de este mundo de
significado bien puede estar vinculado
al ámbito sensible, pero no obstante no sería reducible a este. Dicha reducción
requeriría un número significativo de argumentos adicionales.
Consideremos ahora la posibilidad de que un espacio de
significado pueda ser parte de la constitución estructural de nuestra vida
cognitiva como seres humanos en el mundo. Consideremos adicionalmente la
posibilidad histórica de que podría surgir una era en la que ningún objeto
cargado de significado se encuentre ni llegue a este espacio. Kant nos dice que
los conceptos sin percepciones son vacíos. En la perspectiva que sigo, ¿no
tendría sentido decir que el espacio no orientado sensiblemente, privado de
elementos significativos, no sólo estaría vacío, sino sería potencialmente
devastador en su desolación? Si este fuera el caso, podríamos encontrar la
noción de los vacíos no sólo imaginable, sino incluso obligatoria. Podríamos
también estar más inclinados a creer que
la noción de conflicto, racional o de otra naturaleza, resulta insuficiente
para atrapar la dinámica de los apuros y situaciones humanas potencialmente
transformadores.
La confirmación de la viabilidad de esta sugestión se
encuentra históricamente en Nietzsche. Jaspers escribe en "La presente
situación de nuestro tiempo" (en la edición en inglés, "The Present
Situation of the World", nota de la traductora) que Nietzsche fue el
primero en ver la creciente falta de fe en nuestra época en su "calamitosa
magnitud, para revelarla en todas sus manifestaciones, para sufrirla él mismo como
víctima de su tiempo, para buscar susperarla con un poderoso esfuerzo -en
vano" (OGH 131). La proclamación
de que "Dios ha muerto" lo expresa más allá de las consideraciones
teológicas. Esto sugiere la existencia precaria de un espacio espiritual
desprovisto de ocupación. Que este se encuentra así desprovisto podría ser una
función de una ocupación atribuida a ese espacio que es no existente y de este
modo insostenible. Algunos han acusado a la teología tradicional de inventar
ocupantes para dicho espacio.
Ahora bien, una vez que esto se entiende del todo, una
vez que la realidad de la no-ocupación se atrapa del todo, ¿se pondrá bajo
asedio el espacio subyacente y/o, paradójicamente, se hará vulnerable a una
disminución y un colapso interno? Esto es seguramente una posibilidad, que se
prefigura por otras cosas sobre las que Kant reflexiona. Kant nos dice que
ciertas cuestiones básicas, aquellas que son metafísicas por naturaleza, deben
cuestionarse por nosotros, i.e., debemos mantenernos abiertos a ellas si vamos
a conservar nuestra humanidad y defenderla contra la disminución. De hecho, no
es mucho aspirar a que dicho cuestionamiento deba ocurrir en el espacio
espiritual. Esta suerte de espacio, por más que elegimos etiquetarlo, tiene que
ser una condición de la posibilidad de dicho cuestionamiento.
¿Cómo sería soportar la ausencia de objetos cargados de
significado dentro de un espacio? ¿Es esto siquiera posible? Podríamos
reflexionar que sería factible de modo transitorio, pero probablemente no en un
periodo de tiempo ampliamente extenso. Lo más probable es que la vacuidad de
este espacio abriría paso a las lisonjas de la tecnología. Este fue seguramente
el punto de vista de Jaspers y de Heidegger sobre el probable resultado. Una
cosa es más o menos cierta. Sea lo que fuere lo que las descripciones diversas
de nuestra racionalidad puedan sugerir, no sería probable que la resolución de
esta vacuidad se encontrase a partir de nuestra propia espontaneidad. Aunque el
propio Nietzsche lo creyó posible de una forma dionisíaco-apolínea, resulta
discutible que una apelación a la espontaneidad tome radicalmente en sentido
erróneo el tema de la receptividad que se implica y aquellas dimensiones dentro
de las cuales la receptividad encuentra su domicilio.
Permítaseme ahora llegar a alguna conclusión para estas
reflexiones por medio de algunas advertencias orientadas históricamente. En
primer lugar, resulta difícil no apreciar la dimensión de donación en nuestra
situación cognitiva humana. En segundo lugar, es igualmente difícil reducir la donación de significado a aquello
con un contenido sensible. En tercer lugar, a menos que sigamos la ruta de una
monadología, la donación no es explicable excepto a través de una receptividad
apropiada. En cuarto lugar, lo que en los tropos epistemológicos nos hallamos
inclinados a etiquetar como objeto o contenido, bien puede tener una vida
histórica de por sí, de algún modo independiente de nuestras aspiraciones,
necesidades y agendas particulares. De
ser así, esto bien podría no interpretarse de modo perspicaz como accesible de
modo duradero. Si así fuese, podrían tener mucho más sentido las maniobras que
llevásemos a cabo, las estrategias cognitivas que podríamos emplear para
re-engendrar la Presencia.
El método de aproximación activa al contenido corriente
de la ausencia, por supuesto, no puede excluirse del todo, pero el esquema de
una posibilidad alternativa fundada en la receptividad, tal como he sugerido,
nos haría reflexionar. La perspectiva subyacente podría llegar a ser que podamos
abrir totalmente la puerta como para hacernos positiva y existencialmente del
todo receptivos, pero desafortunadamente nada precisamente así puede salir a la
luz ni llegar a ese umbral abierto que hemos engendrado. Esta espera y la
creación concomitante de un espacio receptivo es algo que he calificado como
"umbralización" en mis diversos escritos[3].
Permítaseme finalizar con una cita apropiada de Jaspers:
No podemos hacer nada para planificar las realidades
futuras de la fe. Sólo podemos estar dispuestos para recibirlas. Y vivir de tal
modo que esta disposición se acreciente. No podemos hacer nuestra
transformación la meta de nuestras voluntades; esta debe más bien sernos
otorgada si vivimos de tal modo que podamos experimentar el regalo. Con esto,
parece apropiado guardar silencio sobre la fe del futuro.[ OGH 223]
[1]
Karl Jaspers, Socrates, Budha, Confucius,
Jesus, de The Great Philosophers,
Vol. I, ed.tado por Hannah Arendt, traducción de Ralph Manheim, New York:
Mariner Books, 1966.
[2]
Karl Jaspers. The Origin and Goal of
History, traducido por Michael Bullock, Newe Haven: Yale University Press,
1968, p. 87. [En lo que sigue citado como OGH]
[3]
Stephen A. Erickson, The (Coming) Age of
Thresholding, Dordrecht: Klower Academic Publishers, 1999.
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