Monday, June 14, 2010

Gladys L. Portuondo.¿“FILOSOFÍA Y SOCIALISMO” O “FILOSOFÍA O SOCIALISMO”?




¿FILOSOFÍA "Y" SOCIALISMO   O   FILOSOFÍA  "O"  SOCIALISMO? 


Por: Gladys L. Portuondo

La presente versión ha sido modificada a partir del original, publicado en: Dikaiosyne, Revista Semestral de Filosofía práctica, No. 20, 2008. Universidad de los Andes, Mérida. Venezuela. En: http://www.saber.ula.ve/bitstream/123456789/26579/1/articulo6.pdf





Resumen
El presente ensayo aborda el carácter problemático de la relación entre la filosofía y el socialismo, entendiendo a éste último tanto en su acepción teórica marxista como en su realidad histórica. La propuesta que defendemos sostiene la incompatibilidad entre la reflexión filosófica y el socialismo teórico e histórico, a partir de los planteamientos de Hannah Arendt y Karl Jaspers, fundamentalmente.
Palabras Clave: Filosofía. Socialismo. Teoría marxista. Horizonte teórico. Totalitarismo.


Philosophy or Socialism?
Summary
This essay approaches the problematic character of the connection between Philosophy and Socialism,  the latter being understood by its theoretical and historical meaning. We support the proposition about the incompatibility between the philosophical reflection and the theoretical and historical socialism, following  Hanna Arendt and Karl Jaspers.
Key Words: Philosophy. Socialism. Marxist Theory. Theoretical horizon. Totalitarianism.




Cualquier referencia acerca de la relación de la Filosofía y el Socialismo puede tener el significado, para nada implícito, de una aseveración: el de la posible “conciliación” entre uno y otro término; la conciliación de la filosofía con el socialismo y, a la inversa, del socialismo con la filosofía. Uno podría preguntarse si esta conciliación es sólo posible, mas no cumplida (o cumplida sólo parcialmente), en tanto el socialismo fue concebido como un proyecto teórico en la filosofía de Marx y su realización efectiva sigue manteniéndose en el terreno de las discusiones asociadas a las diversas experiencias históricas inspiradas en el proyecto marxista. Si dicho proyecto se encuentra o no suficientemente justificado desde la teoría, así como la medida y el sentido de su realización, es asunto que puede abordarse, al menos de pasada, más adelante. Pero como es inevitable -en aras de la básica honestidad intelectual que permite soportar toda intención crítica- reconocer nuestro propio interés, preferiríamos enunciar el asunto de manera diferente: el enunciado sería, en este caso, “Filosofía o Socialismo”; la manera en que se propone este enunciado resultará así la condición del enfoque sobre sus implicaciones, desde y sobre la realidad.

Hasta qué punto el “y” se transforma en “o”, queda en gran medida sin explicación evidente en la teoría de Marx, aun cuando en buena parte de los países donde se implementó el sistema social socialista la enseñanza de la filosofía continuó realizándose en las universidades, aunque siguiendo una indiscutida(ble) alternativa en la que el socialismo habría de poner en suspensión toda propuesta racional y humanista de la tradición filosófica, para dejarla finalmente sujeta a la condición de una herencia de museo, con todas las implicaciones relativas a una arqueología de las ideas -la cual habría de resultar difícilmente compatible con el espíritu de una revolución que aspiraba a devorar el pasado y, con éste, a las peligrosas “desviaciones” que los vericuetos de las rupturas, las continuidades y la unidad universal del espíritu de Occidente podían suscitar en toda pretensión de vigencia de una tradición milenaria.

Decir: Filosofía o Socialismo, propone no un vínculo, sino una alternativa. Una alternativa que alude a que el socialismo y la filosofía no son compatibles. Los comentarios que en esta oportunidad expondremos no aspiran a constituir una demostración acabada. Pero lo que nos proponemos es llamar la atención sobre esta posibilidad y exponernos, con alguna suerte, al menos a que se nos cuestione.

Cuando se pregunta qué ha llegado a ser hoy la filosofía, es posible remitirse a Karl Jaspers, quien decía que cuando la filosofía no puede dar respuestas a las interrogantes que los tiempos proponen, puede no obstante dirigir su mirada a la tradición y luchar por preservarla, y entonces conservará la posibilidad de dar cuenta de sí misma, condición de toda respuesta posible. La pregunta por el socialismo y por su posibilidad exige sin duda leer y entender a Marx y aspirar a que, por ejemplo, en el Manifiesto Comunista sea posible hallar y entender con suficiente claridad qué sea el socialismo. Pero resulta muy difícil conciliar la teoría de Marx con lo que en la historia del siglo XX y todavía en la del XXI ha llegado a ser lo que muchos denominaron “socialismo real”, aún cuando la evidente proximidad del marxismo con los regímenes inspirados en sus cuestionables pronósticos pueda ser objeto de una pretendida conciliación –al menos, en el ámbito de la teoría y de las proyecciones ideológicas de sus defensores. Pero aún para éstos, es innegable que bien sea por exceso, o bien por defecto, los principios del marxismo no coinciden suficientemente en la teoría con el “socialismo real”. Los teóricos del marxismo original –en número probablemente decreciente en las universidades y en los medios académicos, pero en franca compensación debido al aumento de la popularidad de las diversas versiones modificadas de la teoría de Marx entre movimientos políticos y grupos emergentes, particularmente en una de sus vertientes quizás más exitosa a largo plazo en el mundo occidental, la gramsciana, la cual ha sido promotora de la teoría de la hegemonía cultural de la ideología marxista- se vieron en la obligación de realizar sucesivos “ajustes” al pensamiento de Marx debido a la parcialidad y, con frecuencia, a las contradicciones de esta problemática (no)coincidencia. Como es conocido, estos ajustes, a partir de Lenin, se consideraron en los países comunistas (o socialistas, como sus gobiernos preferían que se les denominara) como formas de enriquecimiento de la teoría, cuando no se acusaba todo intento de corrección de una grave falta, la del “revisionismo”.

La complejidad de estos nexos, o en ocasiones, la falta de ellos, es también un argumento a nuestro favor; esto es, a favor de lo justificable que puede ser el propósito de eludir toda intención de ofrecer alguna “clave” incuestionable para descifrar toda referencia recíproca entre “filosofía” y “socialismo”. Pero esto no significa que haya que renunciar a la comprensión, pues donde las elaboraciones teóricas son insuficientes, siempre se puede apelar a la evidencia de los hechos. Max Weber y con él, Karl Jaspers, opinaban que el hombre del mundo contemporáneo debe hacer lo que aquí y en este momento es necesario hacer, sin aspirar a orientarse por recetas de validez universal para sus acciones, ya que toda situación es siempre condición concreta que establece los límites y posibilidades de toda voluntad de finalidad y de planificación. La única condición esencial de las acciones y decisiones, según estiman, es la capacidad reflexiva. Ambos pensadores opinan que la verdad de la reflexión se mide por su carácter crítico y metódico, según su configuración empírica y existencial respecto a lo comprendido. Esto quiere decir: mantenerse alerta siempre ante los hechos o en “estado de vigilia”, sin lo cual no es posible el examen crítico. La teorización y el saber universales tienen, en el caso de Jaspers, sólo el significado necesario, pero limitado, de “horizontes” para nuestra reflexión y nuestras decisiones, pero no de un referente doctrinario que garantizaría por anticipado el sentido que a éstas corresponde, liberándonos de decidir desde nuestra propia responsabilidad y riesgo.

Las recomendaciones de Weber y de Jaspers, respectivamente, son especialmente fructíferas si de lo que se trata es de saber qué es hoy la filosofía, lo mismo en el socialismo que fuera de él. Pues en toda situación histórica, la tradición filosófica será siempre el horizonte necesario de la pregunta por la filosofía. La teoría de Marx puede considerarse, siguiendo este tenor, como un hipotético horizonte, cuando uno se pregunta qué clase de sociedad ha sido o es el socialismo en la Unión Soviética, en Viet Nam o en Cuba, lo que significa que en dicho horizonte teórico no podremos encontrar todos los elementos para responder esta pregunta (aún cuando éste deba considerarse como referente obligatorio). Pero hemos dicho: un hipotético horizonte, ya que no es el único. La noción de “socialismo” no tiene significado unívoco, ni tampoco completamente coherente. En la teoría de Marx se pretende argumentar un “socialismo científico” en consonancia con la “dictadura del proletariado”, pero en ciertos sectores de la democracia se defiende la posibilidad de un “socialismo cristiano”, en sentido opuesto a Marx. El partido nazi de Hitler se autodenominó “partido nacionalsocialista”. No pretendemos disertar sobre los significados de “socialismo”, pero es necesario tomar en cuenta que existe toda una gama de horizontes de significado posibles para este mismo término.

Nos limitaremos a una referencia parcial a uno de estos significados: al del llamado “socialismo real”, que identifica los regímenes de orientación marxista (con tendencia leninista, maoísta, etc.), obviando diferencias entre sus modalidades. En sus expresiones más radicales, el “socialismo real” llegó a identificarse en sus rasgos totalitarios con el régimen nazi. Stalin instituyó campos de concentración en la Unión Soviética –los de la Siberia eran particularmente inhumanos, debido a las condiciones climáticas. En ellos murieron de hambre y frío millones de personas, aunque a diferencia de los “campos de exterminio” de los nazis, se abandonaba a los condenados a su suerte, mientras que el régimen nazi implementó los campos con el propósito de organizar eficazmente el exterminio, de forma rápida y matemáticamente calculada.

Kampuchea (Cambodia) es otro ejemplo de radicalización del “socialismo real”. De orientación básicamente maoísta, el régimen de Kampuchea dejó una huella profundamente sangrienta en las experiencias siempre tristemente contrastantes con el "sueño" utópico de Marx sobre un futuro de igualdades sociales, progreso tecnológico y triunfo absoluto de la razón científica sobre la fe religiosa (siendo esto último un sueño que Marx compartió con Augusto Comte, aunque ni Marx ni Comte comprendieron a cabalidad que la naturaleza ilusoria de este sueño es una expresión del "sueño" de la razón científica). Kampuchea ha sido quizás el ejemplo más consecuente de las implicaciones del socialismo en su depurada realidad esencial: ésta consiste en la voluntad de abolir la “diferencia”, la cual puede subsistir aún cuando se limiten o se supriman las “desigualdades económicas”. Pues la diferencia se sostiene siempre bajo su expresión inextinguible, la de la diversidad de opinión y de pensamiento. Pol Pot, la cabeza del experimento comunista en Kampuchea y del partido que lo acompañó en el poder, lideró un holocausto de proporciones no menos significativas que aquél otro que los nazis implementaron en su tiempo. En Kampuchea se torturó y asesinó aproximadamente a dos de los cinco millones de habitantes de ese país; no por organizar movimientos de oposición al régimen, sino por hablar francés; por saber leer y escribir; por usar lentes que lo permitieran; por ser maestros o profesionales; por divulgar el saber y cultivar el espíritu, el cual constituye la auténtica fuente de toda fructífera diferenciación. Esto puede parecer una historia ficticia, pero tristemente no es así. El régimen kampucheano se propuso abolir por medio del exterminio de las personas todo indicio asociado al saber; al conocimiento y, por consiguiente, a la capacidad reflexiva. La reflexión era su principal enemigo.

El ejemplo de Kampuchea nos parece paradigmático, por cuanto el “socialismo real”, tanto en sus modalidades más moderadas como en aquellos extremos que obligan a calibrar la amplitud de los márgenes en que la teoría de Marx ha tenido una cabida indudablemente imprevista desde sus horizontes teóricos, adopta un principio inseparable del marxismo teórico: la pretensión de instaurar un orden social en el que todas las posibles interrogantes sobre el hombre ya tienen una respuesta; ya tienen una solución asignada de modo definitivo y concluyente; se trata de una "ciencia del hombre" de la cual se han suprimido todos los posibles enigmas. Éste es el vínculo que compromete irremediablemente a la teoría de Marx con su fracaso en el mundo real.

De manera análoga, aunque quizás sin todos los rigorismos extremos de Kampuchea o del bolchevismo soviético, las granjas de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) se organizaron en Cuba en los años 60-70 no para exterminar, pero sí para "separar" a determinados sectores cuyas actividades eran consideradas un potencial “contagio” sobre la “parte sana” de la nueva sociedad, la sociedad que debía formar al “hombre nuevo” al que se refería Ernesto “Ché” Guevara y que podía reinfectarse con influencias y “rezagos” de la vieja sociedad burguesa. Entre estos sectores se encontraban no sólo delincuentes, sino también seminaristas de la Iglesia católica junto a testigos de Jehová, así como individuos perseguidos sólo por su condición de homosexuales.

Pero volvamos a nuestra propuesta inicial: ¿Representa siempre el “socialismo real” la alternativa opuesta a la pregunta por la filosofía -¿filosofía o socialismo?- y por lo tanto la abolición de esta pregunta, junto con la abolición de la propiedad privada y de la burguesía?

En diferentes trabajos, como la “Crítica de la filosofía hegeliana del Derecho” y “La ideología alemana”, así como en sus “Tesis sobre Feuerbach”, Marx declara la “superación” del idealismo; de la metafísica y de toda especulación filosófica. En lugar de la antigua y la moderna filosofía, Marx proclama la concepción materialista de la historia y del hombre. Las ideas y valores, según argumenta, carecen de suelo propio y son siempre la expresión, más o menos directa, de intereses económicos y de las condiciones económicas de cada época y forma de organización social. Tanto la filosofía como la religión están sujetas a esta condición y esto las convierte en “ideología”; es decir, “conciencia falsa” o ilusoria acerca del mundo y del hombre. Sólo al “descubrir” el verdadero entramado de la sociedad, cuyo mecanismo fundamental es la vida económica, se “revela” la “esencia distorsionada” de toda ideología. Lo que Marx propone no es una filosofía en el sentido tradicional, sino una teoría revolucionaria que pretende haber resuelto definitivamente el enigma del hombre y de la historia. La proclamación del socialismo científico representa entonces la muerte de la filosofía.

En el “socialismo real”, todo pensamiento resulta sancionado según los principios del marxismo y de la política del partido (inspirada en Lenin, en Mao o en algún otro líder más o menos cercano a la propuesta original de Marx, lo cual en gran medida se explica por cuanto el marxismo carece de una doctrina ética propia, dejando abierta la posibilidad de su validación por cualquier clase de ideología política con mayor o menor dosis de violencia y de control totalitario en el ejercicio del poder). Pero en todos los casos, la teoría de Marx se erige en bandera como la “verdadera” concepción científica del mundo y del hombre, desde la cual es posible criticar la tradición filosófica y “demostrar” sus "condicionamientos" clasistas y económicos. Esto, por supuesto, es imposible en última instancia, pues la historia del espíritu no se deja reducir a ninguna clase de interpretaciones “definitivas”, por científicas que sean. Por eso, las críticas siempre quedan a medio camino, y los prejuiciosos examinadores -la policía del pensamiento- se enfrentan a una tarea sobrehumana: garantizar que se señalen los “errores” existentes en Platón, Aristóteles, Descartes, Kant o Maritain, mientras se está en la paradójica necesidad de estudiar directamente sus obras. El resultado, como es de esperar, frecuentemente convierte a los potenciales críticos en profundos admiradores. El método de la crítica marxista a la tradición filosófica no dio los resultados esperados por Marx a largo plazo. Para el “socialismo real”, no para el imaginario de la doctrina de Marx, ha resultado a veces más peligroso el estudio de Platón, o el de Kant, o el de Jaspers, que muchas formas de oposición política abierta, pues éstas siempre pueden ser asfixiadas mediante la opresión y la violencia directas. Esto explica, además, por qué en el “socialismo real” el campo de estudio de la filosofía y quienes en él se encuentran involucrados, son de forma permanente objeto de sospechas y de continua vigilancia.

Lo que ha quedado demostrado en el “socialismo real” es lo perniciosa que puede ser la filosofía para la formación del “hombre nuevo”, ese ideal comunista que Ernesto “Ché” Guevara esbozó en su panfleto “El socialismo y el hombre en Cuba”: un ideal aséptico, sin contaminaciones ideológicas, cuya moral espartana ha de admitir tanto el sacrificio propio como el de los suyos en nombre de la revolución; un hombre manipulable, cuya única fe es la fe sin cuestionamientos en la doctrina y en el líder; un hombre sin inquietudes existenciales y sin otro Dios que la ley de la historia.

Hannah Arendt (cuyas obras se prohíben en el “socialismo real”), una de las voces más agudas y autorizadas del pensamiento político del siglo XX, , demostró el parentesco terrible entre el bolchevismo stalinista, una de las formas del “socialismo real”, y el nazismo. Socialismo comunista y nacionalsocialismo nazi vienen a ser, para Arendt, dos expresiones de un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad: el totalitarismo. Tanto en un régimen, como en el otro, se invoca un principio eterno e inmanente a la historia, que pretende constituir el sentido incuestionable del destino del hombre. En el comunismo este principio es la ley del aplastamiento de las clases sociales retrógradas, económica y políticamente moribundas, por las clases revolucionarias, en las que se encarna el progreso: una eutanasia política, más o menos violenta según el caso, que sólo facilita lo que la historia ya ha decretado. En el nazismo, se invoca la ley de la lucha racial (versión sociológicamente manipulada del evolucionismo darwinista); una ley cuyo cumplimiento exige la supervivencia y la supremacía de las razas consideradas “superiores” y la supresión de aquéllas otras que sólo pueden contribuir al debilitamiento de la especie: una eutanasia exterminadora, siempre violenta, dictada por la ley biológica. Para el totalitarismo comunista o para el nazi no importan los hombres; éstos pueden ser material más o menos desechable; lo que importa es la historia divinizada y su ley necesaria e intrínsecamente inviolable. La ley histórica pasa a ser la encarnación de la identidad entre la esencia y la existencia: la expresión del único Ser necesario (el Ser histórico) según tendencias económicas o biológicas, viniendo a sustituir la idea del Dios cristiano que sustentaron San Agustín y San Anselmo. El totalitarismo convierte a la historia y a sus leyes universales en el nuevo orden necesario, dejando atrás el proyecto de la ilustración, que aspiró a la reforma y a la transformación del orden social a través de la libre racionalidad sobre la base de principios éticos inviolables y categóricos. Por su parte, los líderes totalitarios se ven a sí mismos como ejecutores de un proceso irrevocable, que por serlo está por encima de todo valor moral y no puede someterse a crítica. Esta nueva fe cuya condición es la ciega sumisión de la masa se ha manifestado en distintas formas y grados, pero siempre ha sido contraria a todo cálculo razonable acerca de lo que pudiera resultar o no útil a la sociedad, ya que la ley histórica siempre ha de cumplirse, aún cuando sea poco o nulo el provecho que tengan sus resultados.

El totalitarismo exige total obediencia, anulación de la reflexión y de la capacidad crítica incondicionada. Se propone someter no sólo las instituciones, sino también los espíritus. Para llegar a lo último, comienza por lo primero. Pero el sometimiento del espíritu significa la muerte fáctica de la filosofía, no la mera declaración de su obituario. En el socialismo real, la filosofía muere dos veces: la primera, por declaración expresa: la teoría revolucionaria es la única verdad incuestionable. La segunda, por la asfixia del espíritu en las miserias y calamidades del mundo real; en el miedo y en el acoso de toda idea que sea convicción propia. El socialismo real aspira a ser un anti-mundo donde ha tenido lugar la “transmutación de los valores”: el “verdadero” hombre es el autómata que ejecuta la voluntad del líder y que ajusta lo que pueda quedar de su pensamiento a esta misión trascendental; la “verdadera” libertad, simple obediencia irreflexiva a la todopoderosa ley de la historia; la “verdadera” igualdad, la condición de miseria que iguala a todos en la carencia (excepción hecha de las nuevas cúpulas en el poder); el “verdadero” pensamiento, la doctrina del partido. Toda disensión es considerada un crimen de alta traición a la ley histórica superior y al orden social en correspondencia con ésta. Los métodos de control del espíritu alcanzan una sofisticación de patologías insospechadas y pueden ser más o menos violentos o sistemáticos, pero siempre han de ejecutarse de manera total, sin dejar lugar a la excepción o a lo accidental.

Hannah Arendt se preguntaba qué responsabilidad había tenido la filosofía, la tradición filosófica occidental, en el origen del totalitarismo; en especial del nazismo. Su conclusión es que no hay tal responsabilidad: considera que en términos ideológicos el nazismo empieza de manera completamente emergente, sin ninguna base tradicional en absoluto; estima que la total negación de la tradición ha sido su rasgo principal desde el comienzo. Existe por consiguiente una relación inversa de correspondencia entre el totalitarismo y la tradición: aquél se fortalece en la medida en que ésta es anulada, o bien distorsionada y corrompida de manera tendenciosa hasta el ridículo. El imperio romano sirvió de inspiración al cesarismo nazi; en los regímenes totalitarios o tendentes hacia esta posibilidad los líderes y las grandes figuras de la tradición son convertidos en prefiguraciones absurdas y caricaturescas de la nueva ideología.

El planteamiento de Arendt, según se indicó, es la ausencia de responsabilidad de la filosofía en los fenómenos totalitarios. Marx, si seguimos esta lógica, no tendría entonces responsabilidad alguna ante tanta muerte; ante el holocausto de Kampuchea; ante los gulags, campos de concentración del bolchevismo soviético; no la tendría ante los miles de muertos en el estrecho de la Florida que buscan alcanzar desde Cuba las costas de Norteamérica; tampoco ante aquéllos que murieron baleados frente al muro de Berlín, intentando pasar al otro lado de esta frontera, cuyo desmoronamiento no pudo ser evitado por todo el poder de un régimen que había sido concebido para el cumplimiento de un nuevo milenarismo. A fin de cuentas, lo que Arendt nos muestra es la inconciliabilidad entre la filosofía y el totalitarismo. Así que podría admitirse que, en todo caso, lo que en el pensamiento de Marx hay de reflexión crítica, también es ajeno a este fenómeno. Pero el marxismo constituye una inusual integración del criticismo y el dogmatismo; de la reflexividad y la utopía. En esta integración, el dogmatismo y la utopía terminan imponiéndose de modo concluyente, pues Marx ha limitado el ejercicio de la crítica únicamente a su realización con respecto al pasado: el triunfo de la revolución y de su proyección al futuro puede interpretarse entonces como equivalente, tanto de la superación de la sociedad de clases, como de los métodos propios de la reflexividad crítica, los cuales crecieron en el seno de la tradición filosófica. No puede menos que reconocerse en el fundador del socialismo científico, si no un oportunismo radical ante el valor de las ideas, al menos una inconsecuencia de principio difícilmente compatible con la lucidez de su pensamiento. Las evidencias parecen mostrar que Marx prefirió rendirse ante su propio dogmatismo.

Donde quiera que está presente el totalitarismo o alguno de sus rasgos fundamentales, está ausente la filosofía: no hay conciliación posible entre ellos. La ideología totalitaria carece de todo nexo con la razón filosofante; con la reflexión propia del filosofar. En la medida en que el orden político se vuelve contra la capacidad reflexiva y asfixia todos los medios que permiten su cultivo, y en correspondencia con ésto, en la medida en que los hombres, agentes necesarios de la política, renuncian a la reflexividad -sea por ignorancia, por irresponsabilidad o por simple desidia, cuando no como resultado de la violencia organizada-, en esa misma medida el totalitarismo va incubándose en el seno de la sociedad y va invadiendo uno a uno todos los espacios públicos y privados, hasta borrar por completo su diferencia.

El régimen nazi, el bolchevique y el de Kampuchea, que Hannah Arendt no llegó a conocer, han sido probablemente las expresiones más completas del fenómeno totalitario, en el que no sólo la filosofía –y con ella, la idea del hombre-, sino el propio hombre, la “condición humana” a la que se refirieron Arendt y Jaspers, quiso ser exterminada. Pero lo que el totalitarismo no pudo exterminar fue la posibilidad misma del ser-hombre, del hombre como posibilidad. Y esta posibilidad es la fuente de la filosofía.