Friday, August 13, 2010

Pedro Coutin-Churchman, Gladys L. Portuondo. DE INDIVIDUOS PENSANTES Y MÁQUINAS PARLANTES



Autores: Pedro E. Coutin-Churchman, Gladys L. Portuondo

Datos del primer autor: Pedro E. Coutin-Churchman. MD, PhD. Especialista Clínico. Neurofisiólogo Clínico. Ronald Reagan Medical Center, UCLA. Entre sus publicaciones se encuentran: Coutin P. Potenciales evocados. Fundamentos y Aplicaciones Clínicas. ULA. 2001. ISBN 980-11-0252-7. Coutin P, Barceló C et al: Audiometría y potenciales evocados auditivos en niños pretérmino tratados en incubadoras. Rev. Cub. Pediat. 56(5),1984.Coutin P: Vector analysis of brainstem auditory evoked potentials to different polarity clicks. En: J.L. Willems,van Bemmel JH, Michel J (eds): Progress in computer assisted function analysis. Elsevier Science Publishers B.V. (North Holland). IFIP-IMIA, 1988, pp 239-244.  Machado C, Wagner A, Coutin P, Diaz G, Canton M, Hernandez O, Roman J. Miranda J. Potenciales evocados de corta latencia. II: Tiempo de conducción central. Rev. Hosp. Psiq. Hab. 1988, 211-221. Pietrosémoli, L, Vera M, González S, Coutin P : Aspectos sociolingüísticos del Test Token. Neuropsych. Latina(Barc) 1998 ; 4(2) :90-93. Coutin-Churchman P, Padrón de Freytez A: Vector analysis of visual evoked potentials in migraineurs with visual aura. Clinical Neurophysiology 2003, 114: 2132-2137. Coutin-Churchman P, Añez Y, Uzcategui M, Alvarez L, Vergara F, Méndez L, Fleitas R: Quantitative spectral analysis of EEG in psychiatry revisited: drawing signs out of numbers in a clinical setting. Clinical Neurophysiology 2003, 114: 2294-2306.
 
La presente versión ha sido tomada del original publicado en: Revista Lengua y Habla, Vol. 1, No. 1, 1996. Revista del Centro de Investigación y Atención Lingüística, Facultad de Humanidades y Educación. Universidad de los Andes, Venezuela. Véase en: http://www.ing.ula.ve/~lourdes/lyh.html 
Se publica en este blog con el permiso del primer autor, Dr. Pedro Coutin-Churchman. 







 
Dentro de sí mismo, el ser humano encierra un misterio tal vez más apasionante que cualquiera de los que le han rodeado en toda su existencia.

A lo largo de la historia, la base de todas las polémicas filosóficas ha estado en la definición de qué es en esencia el ser humano. El alma o espíritu como portador de la individualidad humana, y con un grado mayor o menor de autonomía respecto al cuerpo (dualismo interaccionista), es un concepto común a todas las culturas. Sin embargo, qué cosa sea propiamente esta alma y qué aspectos del comportamiento humano rige, ha sido durante siglos objeto de polémica, desdichadamente no siempre en igualdad de condiciones para los mantenedores de distintos puntos de vista, lo que ha dificultado la realización de un análisis verdaderamente objetivo y desapasionado del tema, que por otra parte, es cuidadosamente eludido en muchos tratados de neurofisiología, o bien es enfocado a partir de posiciones dogmáticas o de fuerza que impiden el libre debate de puntos de vista y el respeto por cualquiera de los adoptados que no coincidan con el imperante, corriendo el riesgo de ser condenados como herejes e impíos, oscurantistas y anticientíficos, u otras distintas categorías peyorativas que han estado de moda a lo largo de la historia para detractar a oponentes de distinto colorido, según quien controle el poder.

El auge de las concepciones materialistas en la Época Moderna motivó que la mayoría de los investigadores enfocara todos los aspectos de la conducta humana como efectos del funcionamiento de una máquina orgánica sumamente compleja: el cerebro humano.
Las alteraciones de conducta o el déficit de determinadas funciones psíquicas superiores observados en pacientes con lesiones cerebrales localizadas contribuyeron a sustentar este punto de vista, el cual encuentra su más extrema manifestación en la escuela frenológica de principios del siglo XIX, con sus mapas, donde aparecen localizados en regiones específicas del cerebro aspectos tales como la religiosidad, el amor a la patria o a la familia, etc, las cuales podrían incluso ser perceptibles al examen físico del cuero cabelludo como prominencias asociadas a la hipertrofia de áreas cerebrales subyacentes en individuos con predominio de una u otra facultad (Gall y Spurzheim, 1810), áreas que segregarían las ideas asociadas a cada aspecto del espectro psíquico del ser humano "como el hígado segrega bilis". 


Por supuesto, tal concepción tenía que chocar con la natural oposición que suscita todo extremismo, planteándose por los detractores de esta tendencia que cada función específica es producto de la actividad del cerebro como un todo (postura antilocalizacionista de la teoría del campo agregado: Flourens, 1824), sin ser por ello menos materialista que la de los frenólogos.Sin embargo, las observaciones de Paul Broca y de los que le siguieron a mediados del siglo XIX permitieron demostrar que funciones tan elevadas como el lenguaje sí se encuentran asociadas con áreas específicas del cerebro, regiones que están especializadas en determinadas funciones, aunque la lesión de distintas áreas puede afectar la misma función en distintos aspectos, lo que evidencia la no unilateralidad de las funciones cerebrales.

Más tarde, los descubrimientos de Santiago Ramón y Cajal y Camilo Golgi demostraron que el sistema nervioso consiste en la interconexión de miles de millones de elementos celulares llamados neuronas, que se trasmiten mutuamente la información en forma de señales eléctricas o químicas, las cuales se agrupan en núcleos o áreas corticales cerebrales específicas asociadas a distintas funciones. Esto constituye la base del moderno conocimiento acerca de la función cerebral (Kandel, 1991).

Durante el presente siglo estuvo en boga la concepción conductista o behaviorista, que enfocaba el estudio de los procesos mentales solamente a partir de sus manifestaciones externas observables (conducta), mientras que los mecanismos biológicos involucrados en la generación de esas manifestaciones, y específicamente de la conciencia, permanecen encerrados en una "caja negra", inaccesible al experimentador. No obstante, los avances obtenidos en las neurociencias durante las últimas décadas han permitido dar pasos agigantados en el conocimiento de dichos mecanismos.

La neurofisiología contemporánea concibe la conducta como expresión de la actividad de mecanismos anatomofisiológicos de complejidad proporcional a la de la tarea, pero que, en esencia, responden a la estructura del reflejo. Así, un estímulo dado producirá una acción agonista, que produce la respuesta adecuada y una acción antagonista para inhibir los mecanismos que la contrarrestarían. De esta forma, el reflejo más sencillo, el reflejo de estiramiento que el neurólogo explora mediante la percusión de un tendón con su martillo, consiste básicamente en la excitación de una neurona sensitiva que recibe la información del estiramiento del tendón del músculo en el cual tiene sus terminales receptoras. Esta excitación se trasmite directamente a la neurona motora de la médula espinal que comanda la contraccion del propio músculo para mantener su longitud al nivel inicial (arco reflejo). El paso siguiente está dado por la necesidad de relajar el músculo antagonista, para lo cual es necesaria la participación de un elemento adicional, además de las neuronas sensitiva y motora, dado por una neurona intercalada en la médula espinal, que a semejanza de la neurona motora ya mencionada, recibe excitación de la neurona sensitiva. Sin embargo, esta neurona establece conexiones inhibitorias sobre la motoneurona del músculo antagonista, con lo cual se logra el segundo efecto deseado, o sea, relajar el músculo antagonista. De esto se deduce que todo aspecto de la función del sistema nervioso depende del balance de excitación e inhibición que pueda ocurrir en cada caso específico, lo cual parece verificarse a todos los niveles (Estrada y Pérez, 1969).

Las cinco últimas décadas han sido testigo del descubrimiento de fenómenos tan importantes como las bases físico-químicas de la excitación e inhibición celular, dados por el balance de las concentraciones de distintos iones como el sodio, potasio y calcio a ambos lados de la membrana celular de la neurona y el control que se ejerce sobre las mismas mediante sustancias o mecanismos que modifican la permeabilidad de la membrana a los distintos iones.Por otra parte, se conoce bastante acerca del procesamiento de la información por los distintos sistemas sensoriales, desde los receptores como el ojo y el oído, que transforman fenómenos específicos del mundo físico en señales neurobiológicas analizadas en sitios específicos de la corteza cerebral mediante la codificación de características del estímulo en forma de patrones de actividad eléctrica, o en la distribución de dichos patrones dentro de una población celular, hasta etapas sumamente complejas de integración de imágenes sensoriales en la corteza cerebral a partir de aspectos del estímulo original, mediados por distintas vías o modalidades sensoriales.

Al mismo tiempo, se ha avanzado mucho en el conocimiento de los fenómenos eléctricos que ocurren en ciertas poblaciones neuronales durante la programación y ejecución de los movimientos, tanto voluntarios como involuntarios, así como su control sobre la base de la información sensorial recibida, lo cual ocurre también en áreas específicas del cerebro mediante transferencias de códigos de actividad eléctrica (Kandel, 1991).

Existen datos acerca de cómo el cerebro almacena los sucesos a través de cambios a corto y largo plazo que constituyen la base física de la memoria transitoria y permanente, en el primer caso, a través de cambios en las características de la actividad eléctrica celular y en el segundo, mediante cambios en los patrones de interconexión de grupos neuronales.

La estimulación eléctrica experimental de determinados sitios del cerebro en monos ha permitido obtener evidencias conductuales de rabia, angustia, placer, pánico, etc., en dependencia de la zona estimulada. Datos equivalentes en el hombre han podido ser obtenidos a través del estudio del flujo sanguíneo cerebral regional mediante técnicas gammagráficas y la tomografía por emisión de positrones (PET), que permiten medir el metabolismo cerebral a través del flujo sanguíneo, de forma totalmente inocua, en el curso de gran variedad de tareas y estados de la función cerebral (Reiman y cols., 1989; Bottini et al., 1994).

Existe una zona del cerebro, el hipocampo, que está muy relacionada con la memoria a largo plazo. Se han obtenido datos sugestivos de que en el hipocampo se construye una especie de mapas motivacionales del medio ambiente, sobre el cual se constituiría el programa de la acción general del individuo, sus patrones de búsqueda y evitación en aras de su supervivencia o bienestar (Carpenter, 1984).

Un aspecto aparentemente tan enigmático como la alternancia de ciclos de sueño y vigilia y la existencia de etapas dentro del sueño, asociadas algunas de ellas a la presencia de ensoñaciones, ha sido descifrado en términos de la existencia de dos sistemas neuronales interactivos, ubicados en la región del tronco encefálico, los cuales ejercen su influencia sobre los hemisferios cerebrales, determinando con su acción la ocurrencia de las distintas etapas de sueño y el estado de vigilia y cambiando sus patrones de actividad de forma característica.


Por último, pero no menos importante, el estudio de pacientes con lesiones del lóbulo frontal ha permitido postular que dicha estructura está relacionada, entre otra miríada de funciones, con el establecimiento de códigos éticos para el control de la conducta, los cuales se ven perturbados de diversa manera al ocurrir estas lesiones (Carpenter, 1984).

En resumen, el avance de las investigaciones en neurociencias ha permitido ir desgajando gradualmente de lo desconocido aspectos sucesivamente más complejos de los procesos mentales anteriormente inexplicables en términos físicos, así como ir localizando el origen de los mismos en la actividad coordinada de determinadas zonas del cerebro, aunque el afán localizador ha enturbiado hasta cierto punto la comprensión de que, lo que realmente ocurre, es la coordinación de la actividad de zonas, incluso muy distantes entre sí, durante la ocurrencia de los distintos fenómenos mentales estudiados. 

Sin embargo, hay un aspecto específico que ha sido particularmente elusivo para la investigación científica: esa experiencia única, personal, intransferible e indemostrable de constituir una unidad coherente, separada del resto del universo; esto es, el yo; la autoconciencia de la identidad personal, irrepetible, o al menos imposible de coexistir en el tiempo.

Ha podido acorralarse experimentalmente a la sensación del yo en el hemisferio cerebral izquierdo en los pacientes a los que se ha seccionado el cuerpo calloso (comisurotomía), vía de comunicación entre los hemisferios; específicamente en lo que se refiere a la percepción conciente de fenómenos del mundo externo (Eccles, 1980) , pero no ha podido identificarse estructura(s) o sistema(s) específico(s) al cual atribuir la responsabilidad de la autoconciencia, lo cual es explicado por algunos autores a partir del hecho de que no resulta posible conocer la existencia de tal fenómeno si no es deduciéndola por la observación de manifestaciones conductuales como el lenguaje, las que como ya hemos visto, son de hecho independientes de la propia autoconciencia - si se exceptúa el componente creativo del mismo, privativo por cierto de la especie humana.

Según Eccles, existe una relación indisoluble entre el lenguaje y lo que él llama "mente autoconsciente", que interaccionaría específicamente con el hemisferio cerebral izquierdo, asiento de la mayoría de los sitios que participan en el proceso lingüístico, según se deduce de los resultados de los experimentos en comisurotomía realizados por Sperry y sus colaboradores.

Pero esta asociación deriva del hecho de que el hemisferio derecho, al carecer por sí solo de la capacidad de comunicar verbalmente sus experiencias, no puede brindar ningún reporte acerca de experiencias conscientes plasmable lingüísticamente por el paciente, cosa que sólo puede hacer al referirse a eventos percibidos por el hemisferio izquierdo. Esto no quiere decir que la relación inversa sea cierta, es decir, que la comunicación verbal presuponga la existencia de autoconciencia. Así, es posible programar una computadora para que emita un mensaje que diga "yo existo" o "yo hago algo", en respuesta a algún conjunto de instrucciones lógicas o algorítmicas, convirtiéndola así en una máquina parlante, y esto no es de ninguna manera evidencia de autoconciencia de dicha máquina.

En realidad, sólo podemos tener certeza de nuestra propia autoconciencia individual, mientras que la de los demás sólo podemos intuirla a través de su conducta, que es separable empíricamente y por tanto no equivalente a la presencia de dicha autoconciencia.

Es llamativo como la presencia de lesiones capaces de producir amnesia total en un paciente hasta el punto de que olvide todo lo relativo a su nombre e historia personal, no anula la capacidad de autopercepción: el yo continúa existiendo, aunque privado de los dispositivos externos de almacenamiento de memoria en los que se hallaba n sus datos (Carpenter, 1984).

Por otra parte, como ya hemos visto, importantes lesiones cerebrales actúan ectando distintos aspectos de las funciones psíquicas superiores, pero siempre respetan o la sensación de autoconciencia personal, a no ser que el individuo esté privado totalmente del conocimiento(1), como ocurre, por ejemplo, en el coma o la anestesia general, o cuando se lesiona una pequeña área del tronco cerebral que produce que el paciente caiga en un coma profundo, a pesar de estar intactas las extensas zonas de los hemisferios cerebrales que, como ya hemos visto, se relacionan con la atención, el aprendizaje, la memoria, el lenguaje, las percepciones sensoriales o la actividad motora. ¿Será esta pequeña área, cuyas neuronas establecen conexiones con toda la corteza cerebral, el asiento de la mente autoconciente? Sin embargo, dicha área también está presente en animales como la rata, que -teóricamente- carecen de autoconciencia; y lo que se conoce de su función, es que las proyecciones de sus grandes neuronas, establecidas difusamente a través de todo el cerebro, liberan una sustancia neuromoduladora que controla el nivel general de excitabilidad de los sistemas que reciben su influencia.

Por otro lado, muchas funciones tenidas por específicamente humanas, tan espirituales como, por ejemplo, la ejecución musical, o corrientes, como la conducción de un vehículo, u otras conductas de gran complejidad, pueden realizarse al margen de la percepción conciente de las mismas, de forma automática (Carpenter, 1984). Se ha especulado incluso acerca de la posibilidad del aprendizaje o la sugestión a través de las llamadas percepciones subliminales, o sea, la recepción y almacenamiento de información sensorial a un nivel subconciente.

Se sabe, además, que la autoconciencia es un fenómeno emergente en el desarrollo del individuo, manifestándose de repente en un período determinado de la infancia, luego que ya han hecho su aparición rasgos conductuales específicamente humanos, como el lenguaje.

Así, es posible plantearse que todos los mecanismos altamente desarrollados, responsables de los distintos aspectos de la conducta humana, están establecidos alrededor, en íntima relación pero con cierta independencia, de lo que conocemos como mente autoconciente. Esto ha llevado a un neurofisiólogo del prestigio del premio Nobel John C. Eccles, en cooperación con el filósofo Karl R. Popper, a formular la existencia del yo como un mundo independiente, pero relacionado con el mundo de la actividad cerebral de carácter material a través de la cultura y la sociedad, por lo que concibe al hombre como entidad multidimensional que comparte estos tres mundos paralelos (Popper y Eccles, 1980).

Esta resurrección del dualismo interaccionista, tildada de oscurantista y anticientífica por algunos, ha sido sostenida además por otros grandes hombres de ciencia, como Sherrington (pionero de la neurofisiología experimental), Sperry (el investigador de la comisurotomía) y Penfield (descubridor de las representaciones sensitiva y motora en la corteza cerebral humana ), todos ellos premios Nobel de Medicina por sus aportes trascendentales en el campo de las neurociencias, aunque generalmente sus criterios sean emitidos fuera de muchos textos académicos.

En última instancia, este yo, independiente en cierta medida de los mecanismos de actividad cerebral, pero condicionado por los mismos, podría equipararse al "fantasma en la máquina", ya esbozado por Descartes, que leería la información que llega del mundo exterior a través de los dispositivos sensoriales en forma de sensaciones y percepciones, así como consultaría los datos almacenados en los dispositivos de memoria a corto y largo término y pilotaría, mediante el comando de acciones motoras preprogramadas y la guía de los mapas motivacionales almacenados en el hipocampo, las acciones de la máquina humana. Al menos, así la representan los resultados obtenidos por los neurofisiólogos, que solamente pueden tener acceso mediante sus instrumentos a lo que aparece en los paneles de control, donde observan tan sólo la información que brindan los sistemas de codificación, y no al fantasma que se supone que está sentado en el asiento del piloto, captando la misma información.

Así, el problema del cerebro y la individualidad consciente humana se ha planteado a partir de tres puntos de vista fundamentales (Carpenter, 1984): primero, la experiencia del yo sería, al igual que todas las manifestaciones de la conducta, producto únicamente de la función de algún mecanismo neural localizado en alguna región del cerebro, modelable en términos fisiológicos -y en última instancia cibernéticos- como un proceso estímulo-respuesta ("nuestros cerebros somos nosotros", postura monista de la neurofisiología materialista contemporánea); segundo, existe en la cúspide del control de la conducta humana una entidad trascendente e irreductible a los mecanismos materiales del cerebro, algo así como el fantasma en la máquina, que en última instancia controlaría -o interaccionaría con- todas las acciones humanas (dualismo psicofísico); tercero, esta entidad estaría presente más bien como un espectador, capaz de dirigir su atención a determinado aspecto de los procesos en los que se genera el comportamiento, pero estaría incapacitada para ejercer su control sobre los mismos, y tampoco sería necesaria para ellos (epifenomenalismo).

El yo, irreductible a, o no explicable como entidad material, sería la base de la trascendencia humana, la cual no es concebible si entendemos que el yo, al igual que los demás aspectos de la conducta humana, depende únicamente de la actividad de determinado sistema cerebral material y, por tanto, perecedero.

En el caso del epifenomenalismo, sin embargo, aunque se admita la existencia de una entidad trascendente, entra en crisis la noción de libre albedrío, dado que el yo trascendente, lujo superfluo, estaría encadenado a procesos que es incapaz de controlar y en última instancia, cabría preguntarse: ¿cuál sería el papel del mismo dentro de la perspectiva de esta última posición?

Según la postura materialista, el yo, entendido como fenómeno estrictamente fisiológico, podría ser accesible mediante los avances tecnológicos y el conocimiento detallado de todos los aspectos de la función cerebral -y quizá de una nueva revolución en la física-, que permitirían la modelación de estos últimos en dispositivos cibernéticos los cuales podrían mimetizar la acción de los sistemas biológicos constituyentes del cerebro humano, que mediante el uso de efectores adecuados, podrían reproducir aspectos específicos de la conducta humana de forma artificial.

De hecho, se han obtenido ya algunos logros en este campo, específicamente en la confección de robots, analizadores de imágenes y programas de computadora realizados según la metodología de las llamadas redes neurales, así como de otros que mimetizan el proceso de decisiones lógicas o probabilísticas que ejecuta un experto para emitir su juicio acerca de determinada situación, los cuales se conocen como sistemas expertos.

Todos estos logros constituyen la base de la llamada inteligencia artificial, la cual, según algunos ardientes entusiastas, permitiría, en última instancia, la creación de un hombre artificial, que podría sustituir en muchas actividades, e incluso, suplantar totalmente, al triste y primitivo hombre de carne y hueso por máquinas pensantes supereficientes, habitantes del paraíso de la ciencia-ficción (Shklovski, 1978).

Estas elucubraciones han sido acremente criticadas sobre todo por el filósofo John Searle (1980, 1987), quien ha planteado incluso la paradoja según la cual, si se acepta que un diseño o programa algorítmico puede generar algo semejante a la autoconciencia o estados mentales, dicho software -que como cualquier otro, podría ser ejecutado en distintos sistemas de hardware electrónico o biológico- habría de devenir en una suerte de espíritu desencarnado con realidad propia, un alma reencarnando en los distintos computadores en que se implemente, antítesis de lo que filosóficamente sostiene a los soñadores materialistas de las computadoras pensantes, las que según aspiran podrían sustituir al hombre.

Sin entrar a cuestionar qué problemas resolvería esta sustitución(2), podemos afirmar, desde una posición totalmente realista, que esto sería únicamente posible si se conocieran absolutamente, y hasta la saciedad, todos los aspectos de las funciones cerebrales (incluida, por supuesto, la génesis o la naturaleza del yo), lo que según el célebre neuroanatomista húngaro Janos Szantagothai, está más lejos que la posibilidad de agotar todo el conocimiento del macromundo, debido a la suprema complejidad del sistema nervioso humano, a pesar de que algunos físicos plantean que la dilucidación de los problemas hasta ahora insolubles del funcionamiento del cerebro humano depende de la solución de determinados problemas cosmológicos, como las contradicciones entre la mecánica cuántica y la teoría general de la relatividad (Penrose, 1989). Sin embargo, siguiendo a Szantagothai, la solución de ningún problema físico o cosmológico resolvería per se la contradicción relativa a la modelación total del cerebro y su función por el mismo cerebro, puesto que ningún sistema podría modelar a otro sistema con una complejidad superior y ni siquiera similar a la propia.

Un ejemplo de esto lo hallamos en los sistemas procesadores e identificadores de imágenes diseñados en los años setenta y ochenta sobre la base de los conocimientos acerca de la función visual vigentes en aquella época, que se encontraban basados en un modelo de procesamiento serial con una estructura secuencial de niveles sucesivamente complejos. Sin embargo, en los últimos años se ha puesto en evidencia que, de hecho, la información visual se analiza por lo menos por tres sistemas paralelos, que proyectan en última instancia hacia áreas distintas de la corteza cerebral, las cuales tienen a su cargo la codificación de forma, color y movimiento, integrados finalmente en una percepción visual consciente, gestáltica, de forma desconocida hasta el momento (Kandel, 1991).

De aquí se deduce como conclusión que la eficiencia de determinado dispositivo inteligente, y su grado de similitud con determinado aspecto de la función cerebral están condicionados por el nivel de conocimiento existente acerca de dicha función, y que, en todo caso, las susodichas máquinas no veían ni remotamente, como lo hace el ser humano o siquiera los primates superiores.

Si partimos del principio de que toda la conducta humana, o sea, lo que acostumbramos llamar 'mente', incluido el yo autoconsciente, es producto exclusivo de la actividad cerebral, hemos de admitir la posibilidad de que sobre la base de un conocimiento suficiente de dicha actividad puede construirse un dispositivo, al que podríamos llamar 'máquina humana' u 'hombre- máquina', con los mismos derechos, libertades -en donde se reconocen- y responsabilidades que posee el hombre de carne y hueso como todos lo concebimos.

Ahora bien, ¿de qué forma podría tener responsabilidad una máquina construida según un proyecto? Viéndolo desde el ángulo opuesto, si el hombre se reduce a lo que llamamos 'mente', definida como la conducta y los mecanismos que la generan, entonces éste sería simplemente la expresión del funcionamiento de un mecanismo fisico-químico programado para sobrevivir; es decir, en definitiva, una máquina. ¿En qué se diferencia la responsabilidad que podemos exigir a este mecanismo fisico-químico de la que planteamos anteriormente respecto al hipotético hombre artificial?
Es precisamente en este punto cuando el problema en cuestión desborda las fronteras de las neurociencias y requiere de la intervención de la filosofía y de las ciencias sociales y humanísticas, que se refieren a la naturaleza de la responsabilidad moral como una facultad irreducible al conocimiento de los diferentes mecanismos, (tanto físico-químicos o biológicos, como también los mecanismos sociales) asequibles ilimitadamente al progreso incesante de las ciencias a los que nos hemos referido anteriormente. El estructuralismo, el positivismo, el historicismo y otras posturas filosóficas proponen diferentes modelos de los mecanismos sociales, a partir de los cuales se pretende comprender la lógica del proceso social, pero dejando siempre al individuo en el terreno irreducible a cualquier modelo (aún cuando su comportamiento, de hecho, reproduce aspectos considerados dentro de una u otra variante de los mismos). De esta manera, se penetra en el terreno de la eterna paradoja con que se también enfrenta el progreso ilimitado del conocimiento científico: la naturaleza de la responsabilidad moral y el libre albedrío escapan continuamente a la ampliación incesante de sus contenidos. En otras palabras, se trata de un problema que trasciende los límites de la lógica de la ciencia (como en su momento advirtiera Ludwig Wittgenstein), si bien topa continuamente con éstos. Es por eso que la libre discusión, ya propiamente dentro del terreno de la filosofía, representa el único medio para adoptar posiciones conscientes, puesto que de ningún modo se trata de llegar a una solución en términos de exactitud, fácilmente reconocible en el lenguaje de una lógica universal.

Así, la pregunta por la íntima conexión entre la individualidad y la responsabilidad moral termina siendo la expresión suprema de la eterna paradoja anteriormente mencionada. Mas en los términos en que ésta se plantea con el lenguaje de la ciencia, es por ello una pregunta ¿sin respuesta?


Notas:

(1) Vale recordar aquí las famosas historias de las experiencias de pacientes durante periodos de coma profundo o paro cardiorespiratorio, en las cuales se narran diversas aventuras corridas por el yo.
(2) Quizás algunos incluso aspirarían a la creación de instrumentos parlantes, como se llamaba a los esclavos en la antigua Roma.  
 
Referencias bibliográficas:
 
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